Lo miró a los ojos. Cuánto lo había extrañado.
Se preguntaba si alguna vez ese hombre realmente sería suyo. Se habían escrito de vez en cuando. Las cartas de ella sólo cargaban alguna que otra noticia tonta, que le narraba por el simple hecho de contarle algo, esperanzada de que en su próxima carta él dijese lo que quería leer. Pero la realidad es que él confesaba algo de cariño cuando se sentía solo. Era simplemente cuestión de que encontrara con quién distraerse para que sus cartas perdieran frecuencia, e inclusive hasta se ausentaran.
Pero ahora estaba ahí, tumbado en la cama, frente suyo, mirándola a los ojos con cariño, jugando con su pelo.
Era difícil creer que esas dos personas, tan perdidas la una en la otra, fueran casi desconocidos a ojos de los demás. Dedicaban sus días enteros a mentirle al mundo, a hacerles creer que apenas si se dirigían la palabra. Los mandatos sociales, el protocolo y el decoro indicaban que una señorita de las afueras no podía mantener una relación de ningún tipo con un hombre de reputación algo difamada y, según quién dijera, comprometido.
Ella sabía que aquél caballero no era quizás el mejor que pudiera conocer, ni de quien mejor se hablase. Bastaba un paseo por las calles de la capital junto a él o alguna presentación en sociedad para notar cómo todos los miraban y fingían volver a sus asuntos, comentando lo inapropiado que encontraban la escena. Al diablo lo que la gente pudiera pensar.
Demasiado citadino para su gusto, un poco arrogante en ocasiones, apuesto por demás, y para nada suyo. Ese era el hombre que encontraba tan perfecto y que la llevaría directamente a la ruina. ¡Ay de ella si su padre supiera!
No sería la primer jovencita estafada por amor pero, aunque muchas veces hubiera jurado que no le importaba, no podía permitirse arruinar su reputación de esa manera. Lo amaba, o al menos eso creía, aún sabiendo, a su pesar, que no la correspondería jamás.
La sola idea de pensarlo la hizo volver en sí. Él la miraba, esperando respuesta a algo que aparentemente acababa de decirle y ella no había escuchado. Salió de su ensimismamiento y le dirigió una sonrisa que pareció alcanzar.
- Es tarde - le dijo, agradeciendo que la sonrisa bastara y que no hubiera decidido indagar en qué pensaba.
Darle explicaciones de las batallas que se libraban en su cabeza le hacían temer aún más que él determinara alejarse. Le había jurado no querer lastimarla y, de saber que estaba sufriendo, daría por terminados sus encuentros para no faltar a su palabra. Si bien la despedida era inminente y, más temprano que tarde, acabaría por quedarse sola, la reconfortaba pensar que estaba en sus manos a veces poder retrasarlo. Revelarle sus sentimientos tampoco era una opción, podía asustarlo. Aquél hombre había pasado su vida huyéndole al compromiso, rompiendo corazones a su paso. No. Mejor no decir nada.
Lo besó tiernamente y le sostuvo la más dulce de las miradas. Acarició su rostro y salió de la cama, con la suavidad con que un ángel hubiera arrullado a un niño. Se vistió mientras él la observaba azorado. Sólo Dios sabía qué tenía esa mujer, que había empezado por ser sólo una distracción de atracción magnética, y terminó siendo el objeto de su perdición. Lo volvía loco, y la quería. Pero ya no para que fuera suya. La quería feliz, cuando reía, cuando la besaba y ella lo miraba con los ojos llenos de amor. ¿La quería? ¿Qué diablos iba a hacer si la quería? Si ella no le correspondía, tal como había jurado que iba a ser, sería un desdichado. Y si le confesaba amor para no poder ser suyo de todas maneras, sólo estaría siendo cruel. No. Mejor no decir nada.
Así, en silencio, dieron por terminado aquel encuentro. Caminaron callados hacia la entrada de la casa donde jugaban a ser felices y que era tan grande y vacía cuando ella se iba. Le dirigió una mirada que ofició de despedida, acostumbraban saludarse así por si acaso alguien los viera. El coche de alquiler esperaba en la puerta para llevarla de vuelta a casa. El camino era largo, pronto caería la noche, y el hechizo comenzaba a romperse, cayendo cada quien en su realidad. Aún el alma y la conciencia estaban adormecidas.
Mejor marcharse.
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