Creo que hubiera sido mejor pelear. Gritarte, que te enojes, darme vuelta y ponerme a dormir. Quizás al otro día el silencio no hubiera cortado como un vidrio roto.
Dije tantas cosas que no recuerdo con claridad... fue mucho tiempo de sentir cómo todo eso me ahogaba, me atormentaba, y pedía a gritos salir cada vez que te miraba a los ojos.
Porque siempre lo callé, y puede que ese haya sido mi mayor error: cada cosa que no dije se clavó en mí causando un dolor que jamás imaginé que podría sentir. El dolor de quererte y que no supieras cuánto, el de darte todo de mí sin saber si lo querías. El dolor de no tener derecho siquiera a que dolieras dentro mío.
Y grité. Grité en el tono de voz más suave que alguna vez emití. Con la ternura de quien intenta calmar a un niño dije las cosas más hirientes que pude pronunciar. No fue crueldad, me estaban matando.
Ahora, habiendo pasado tanto tiempo, no termino de entender. Cada palabra salía de mi boca como un disparo que no alcanzaba ni a rozarte.
Tengo grabado en la retina tu rostro sin expresión, y parece que aún escucho el tono gélido y casi burlón de tu voz que parecía sugerir que todo era mi culpa. Tu silencio se clavaba como cuchillos en la carne y me instaba a seguir gritándote mis males, cada vez más pausado y menos fuerte, intentando suavizar el efecto.
"¿A dónde van las palabras?" me hace eco en la cabeza, y me pregunto qué hay de cierto en todo eso que dice que flotan eternas, como prisioneras. Porque aún las escucho a veces. Más claras que antes, en un tono más dulce. Y más hirientes.
Hoy maldigo la noche en que tan cordialmente te pedí que te vayas de mi vida y, aunque "fue lo mejor para los dos", no me acostumbro a que tu vida corra tan ajena a la mía.
Yo por callar tanto tiempo, y vos por callar esa noche, somos dueños de un silencio que es posible me torture para siempre.